“But Where Are the Nine?”

by Laura Hayasaka

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Ten lonely men, ten physically deteriorating men, ten men suffering from leprosy had finally met Jesus outside Jerusalem.

Not only did these men suffer physical affliction—disfigured noses, some fingers gone, loss of eyebrows and eyelashes, shortness of breath—their life was unbearable. Along with the trauma of social ostracism, they also suffered the deep pain of discrimination.

It was necessary for them to reside beyond the city’s walls, away from their families and friends, away from society. Anyone unfortunate enough to “catch” this disease—even well-to-do people and sophisticated, religious, respected members of society—would immediately be banished from society, condemned to a life of shame. Moreover, if they still had a voice, they were obligated to warn anyone who came near by shouting, “Unclean! Unclean!”

In ancient times, leprosy was seen as a divine punishment, a judgment from God visited upon the worst of sinners. The affliction was referred to as “the stroke” and “the finger of God,” with no mercy or compassion shown to those who suffered from it (Ellen G. White, The Desire of Ages, p. 262).

The God of Moses was a personal God, a being who interfered in mundane affairs, who rewarded the good and punished the wicked. Leprosy was a divine retribution, a visitation of Providence for evil thoughts and evil deeds. Every leper mentioned in the Old Testament was believed to have been smitten with this disease because of some transgression.

After years of despair, a glimmer of hope stirred in the hearts of these ten men afflicted by leprosy. Whispers had spread that a Healer had arrived, prompting them to take a chance, disregard their exile, and hasten to His location.

Timidly, they drew near to Him, huddling together in a desperate attempt to muster the courage to call out. Only by uniting their voices could they hope to be heard. Straining their vocal cords, they croaked, “Jesus, Master, have mercy on us” (Luke 17:13, NKJV).

“Jesus, Master” had mercy on them. He also had healing for them. Mercy was bestowed instantly.

“Go, show yourselves to the priests,” the Healer said (verse 14).

Obeying this directive required immense faith, as only lepers who truly believed they were healed presented themselves to the priests to seek health certificates—signed statements that would formally readmit them into society.

The lepers rushed to the temple and, by the time they got to the priests, they were healed. By their faith, so was it done unto them.

They now had fingers, toes. Now they could see perfectly. Their voices were strong. Now their nerves were sensitive. They had sturdy muscles and firm bodies.

However, they lacked gratitude in their hearts. They clutched in their hands the documents attesting to their recovery from the most feared illness in antiquity. Remarkably, though, only one of the 10 went back to express gratitude to the Person who had healed them.

It is truly remarkable! However, it may not be as remarkable as our failure to express gratitude for the blessings we have received. We must remember that the lepers had been isolated from their families for a long time. It is likely that it had been months, or even years, since they had last been inside their homes. They had not embraced their wives, their children, or their parents for months or even years. It is no surprise that they rushed to the homes they had only been able to visit in their dreams.

Nevertheless, a single leper, who happened to be a Samaritan, came back to Jesus. Only one out of the 10 made sure to show his gratitude. “With a loud voice” he “fell down on his face at His feet, giving Him thanks” (Luke 17:15-16, NKJV).

We also suffered from the disease of sin. We also experienced spiritual blindness, a lack of vision. We also found ourselves “afar off,” separated from the household of God outside the walls of Jerusalem. 

We beseeched, “Jesus, Master, have mercy on us!” And in His compassion, He granted us mercy and brought healing to our ailing souls. He brought healing to our ailing souls.

He exchanged our worn-out garments of sinfulness for His robe of purity, covering us with His righteousness. As our ultimate mediator, He granted us certificates of redemption, sealed with His blood shed at Calvary—certificates that declare us to be children of God.

Are we part of the group that fails to show appreciation, neglects to express gratitude through prayer, omits to present offerings of thanks, ignores the homeless and needy, and does not embody the qualities of the divine Healer in our daily lives? Consider what Ellen White wrote in this regard: “You have closed your eyes to the wants of the needy and the distressed. Your compassion has not been stirred to relieve the wants of the oppressed and really needy. You have had no heart to aid the cause of God, and with your means to distribute to the necessities of the needy and suffering” (Testimony For the Church, No. 20, p. 151).

Jesus inquired, “Were there not ten cleansed?” He also asked, “But where are the nine?” (Luke 17:17, NKJV). Are you one of them?

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Laura Hayasaka is a freelance writer from Sacramento, California.

 

 

 

¿Dónde están los otros nueve?

Por Laura Hayasaka

Diez hombres solitarios, diez hombres físicamente deteriorados, diez hombres que sufrían de lepra finalmente se habían encontrado con Jesús en las afueras de Jerusalén.

Esos hombres no solo sufrían aflicciones físicas —narices desfiguradas, algunos dedos perdidos, pérdida de cejas y pestañas, dificultad para respirar—, su vida era insoportable. Junto con el trauma del ostracismo social, también sufrían el profundo dolor de la discriminación.

Era necesario que residieran más allá de las murallas de la ciudad, lejos de sus familias y amigos, lejos de la sociedad. Cualquiera que tuviera la mala suerte de «contraer» esa enfermedad, incluso las personas acomodadas y los miembros sofisticados, religiosos y respetados de la sociedad, sería inmediatamente desterrado de la sociedad, condenado a una vida de vergüenza. Además, si todavía tenían voz, estaban obligados a advertir a cualquiera que se acercara gritando: «¡Impuro! ¡Impuro!»

En la antigüedad, la lepra era vista como un castigo divino, un juicio de Dios que visitaba a los peores pecadores. A la aflicción se la llamaba «el azote» y «el dedo de Dios», sin que se mostrara misericordia ni compasión a los que la padecían (Ellen G. White, El feseado de todas las gentes, p. 227).

El Dios de Moisés era un Dios personal, un ser que interfería en los asuntos mundanos, que recompensaba a los buenos y castigaba a los malvados. La lepra era una retribución divina, una visitación de la Providencia por los malos pensamientos y las malas acciones. Se creía que todos los leprosos mencionados en el Antiguo Testamento habían sido atacados por esa enfermedad debido a alguna transgresión.

Después de años de desesperación, un rayo de esperanza se agitó en los corazones de esos diez hombres afligidos por la lepra. Se habían extendido rumores de que había llegado un sanador, lo que los impulsó a arriesgarse, a ignorar su exilio y apresurarse a su ubicación.

Tímidamente, se acercaron a él, apiñándose en un intento desesperado para reunir el valor para gritar. Sólo uniendo sus voces podían esperar ser escuchados. Tensando sus cuerdas vocales, graznaron: «Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros» (Lucas 17:13).

 «Jesús, Maestro» tuvo misericordia de ellos. Él también llevó sanidad para ellos. La misericordia fue concedida al instante. «Vayan, muéstrense a los sacerdotes», les dijo el Salvador (v. 14).

Obedecer esa directiva requería una fe inmensa, ya que solo los leprosos que realmente creían que estaban curados se presentaban a los sacerdotes para solicitar certificados de salud, declaraciones firmadas que los readmitirían formalmente en la sociedad.

Los leprosos corrieron al templo y, cuando llegaron a los sacerdotes, ya estaban curados. Por su fe, así les fue hecho.

Ahora tenían los dedos de las manos y de los pies. Ahora podían ver perfectamente. Sus voces eran fuertes. Ahora sus nervios estaban sensibles. Tenían músculos robustos y cuerpos firmes.

Sin embargo, carecían de gratitud en sus corazones. Tenían en la mano los documentos que atestiguaban haberse recuperado de la enfermedad más temida de la antigüedad. Sorprendentemente, sin embargo, solo uno de los diez regresó para expresar gratitud a la persona que los había sanado.

¡Es realmente notable! Sin embargo, puede que no sea tan notable como el hecho de que no expresemos gratitud por las bendiciones que hemos recibido. Debemos recordar que los leprosos habían estado aislados de sus familias durante mucho tiempo. Es probable que hubieran pasado meses, o incluso años, desde la última vez que habían estado en sus hogares. No habían abrazado a sus esposas, a sus hijos o a sus padres durante meses o incluso años. No es de extrañar que corrieran a esos hogaren que solo habían podido visitar en sus sueños.

Sin embargo, un solo leproso, que resultó ser un samaritano, volvió a Jesús. Solo uno de esos diez se aseguró de mostrar su gratitud. «A gran voz se postró sobre su rostro a sus pies, dándole gracias» (Lucas 17:15-16).

También sufrimos de la enfermedad del pecado. También experimentamos ceguera espiritual, falta de visión. También nos encontramos «lejos», separados de la familia de Dios fuera de los muros de Jerusalén. 

Le suplicamos: «¡Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros!» Y en su compasión él nos concedió misericordia y trajo sanidad a nuestras almas enfermas. Él trajo sanidad a nuestras almas enfermas.

Él cambió nuestras vestiduras gastadas de pecaminosidad por su manto de pureza, cubrriéndonos con su justicia. Como nuestro mediador supremo, él nos concedió certificados de redención, sellados con su sangre derramada en el Calvario, certificados que nos declaran hijos de Dios.

¿Somos parte del grupo que no muestra aprecio, se niega a expresar gratitud a través de la oración, omite presentar ofrendas de agradecimiento, ignora a los desamparados y necesitados, y no encarna las cualidades del Sanador divino en nuestra vida diaria? Considerémos lo que Ellen White escribió a ese respecto: «Ustedes han cerrado sus ojos a las necesidades del necesitado y del afligido. Su compasión no ha sido despertada para aliviar las necesidades de los oprimidos y realmente necesitados. No han tenido corazón para ayudar a la causa de Dios, y con sus medios distribuir a las necesidades de los necesitados y de los que sufren» (Testimony For the Church, Nº 20, p. 151).

Jesús preguntó: «¿No fueron diez los purificados?» También preguntó: «¿Pero dónde están los otros nueve?» (Lucas 17:17). ¿Eres uno de ellos?

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Laura Hayasaka es una escritora independiente de Sacramento, California.